miércoles, 27 de noviembre de 2013

Vacío.


Estaba en lo más alto. Arriba. Todo lo arriba que se puede estar. Y muriéndome de frío. 
Mientras tiritaba, miraba hacia abajo pensando en Jamaica, como hacen los que una noche más tienen que dormir sobre el frío suelo de las calles de alguna ciudad cercana. Miraba hacia abajo y pensaba en tirarme, en acabar con los escalofríos que el viento me producía con cada embestida.
Recuerdo que una lágrima se escapó de mi ojo izquierdo como si huyera de alguna de las pesadillas que había tenido en los últimos días y que ya casi no me dejaban dormir, aunque mi pena no llegó muy lejos. Mi lágrima, que huía despavorida hacia el suelo, hacia la estabilidad de las rocas centenarias de aquella montaña que yo había escalado paso a paso durante tantos días, no llegó muy lejos. El viento la sacudió de un lado a otro de mi mejilla, el viento la torturó a ella como a mí y tras burlarse un poco de esa triste gota de agua asustada, la congeló. La congeló sobre mi mejilla y nos condenó, a ella y a mí, a seguir juntas hasta el deshielo. 
A mí me faltaba valor. Me faltaba el mismo valor que me ha faltado siempre para levantarme en medio de la noche a coger otra manta para taparme. Siempre me faltó valor para salir del edredón y ahora me faltaba para lanzarme al vacío. 
Durante un par de minutos el viento se calmó. La corriente de aire en el pico de la montaña se hizo menos intensa y para mí el tiempo se detuvo. Comencé a disfrutar del sol, de la brisa cálida, de los pájaros, de la ciudad vista desde arriba. Incluso llegué a pensar que no hacía falta que bajara nunca de allí, sentí que ahí arriba tenía todo lo que necesitaba para ser feliz, tan feliz como fui esos dos minutos, esa eternidad.
Aunque cuando alzaba el canto, cuando las fuerzas por fin me dejaron ponerme de pie y cantarle a la vida desde ahí arriba, una ráfaga feroz me empujó de golpe al vacío. 
Y juro que entonces, después del sol y la música, ya no recordaba el frío. Juro que yo no me hubiera tirado, que había desterrado del todo la idea de bajar y volver a poner los pies en tierra llana, que era feliz en la que ya había hecho mi montaña. Pero la vida decidió por mí. 
Me vi de pronto como me había imaginado tiempo atrás, viví por un momento en la pesadilla que tanto se repetía aquellas noches de invierno en las que tuve que seguir escalando. Estaba cayendo al vacío demasiado rápido y el suelo cada vez estaba más cerca de mí. Y lo toqué. Por fin toqué esa tierra llana y marrón en la que había estado pensando tantas veces y por un segundo la idea de quedarme allí no me desagradó del todo. Supongo que después del golpe vagar por esa tierra árida a la que nunca daba el sol no me parecía tan mala idea, lejos del viento frío y la lluvia incesante de los picos más altos. Pero fue justo al tocar la tierra, fue al saber que ya había caído, que aquí no habría más sol, más canciones, más pájaros que vinieran a saludarme, cuando desplegué con valentía mis alas y alcé el vuelo.
Y entonces, cuando vi la ciudad desde tan alto, cuando volé con la música de los pájaros, cuando descubrí todo lo que los altos árboles del pie de la montaña me habían tapado todo este tiempo, fui feliz. Fui libre sin rocas que pisar, sin viento que no pudiera evitar cambiando de rumbo. Fui libre sin la montaña que me hizo ver que había cielo, pero que nunca me dejó tocarlo.

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